Viento. Viento. Viento.
Los suaves colores de la mañana (celestes, oro, rosados) no son más que una máscara cruel, un telón de fondo para el viento, frío y agudo como un cuchillo.
Pasa la gente arrebujada, ocupando, en su ensimismamiento, el menor lugar posible en el espacio dominado por el viento.
Nadie se acuerda del planeta, de su cambio y su deriva, demasiado concentrados como estamos en nuestro "sálvese quien pueda", en nuestro miedo y nuestra pequeña tragedia individual (y la gran tragedia colectiva).
Nadie se acuerda ya de nada, toda la energía inútilmente dedicada a intentar esconderse del monstruo inhumano que ha tomado nuestro mundo por casa.
Que se ha instalado para quedarse.
Que se come lo que creíamos nuestros derechos, nuestra seguridad, nuestros valores y (literalmente) nuestra vida y la vida de nuestros semejantes.
Tres mil años de sueños, de construcción, del trabajo y el pensamiento y el corazón de generaciones, se desangran a golpe de decreto y de expolio, en un campo de cremación arrasado por el viento.
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