Lo que contaba era tan terrible, tan desgarrador, tan sin solución, que sólo pude escucharlo.
Escucharlo sin decir nada, de pie durante más de una hora al lado de su cama, mientras los dos policías que guardaban la puerta de la habitación asomaban de vez en cuando la cabeza, para cerciorarse de que no me ocurría nada.
Y, cuando terminó de hablar, me miró desde el fondo de su tragedia y me dijo:
"Gracias. Es la primera vez que alguien me escucha en diecisiete años."
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