Conozco a muy pocas personas que no vayan de (casi) nada, y a esas pocas las admiro profundamente.
M.A. es una de ellas.
Un hombre sencillo, aparentemente muy normal, a la vez humilde y grande por dentro.
Alguien de cuya profundidad y sabiduría te vas haciendo consciente poco a poco, a medida que lo vas conociendo más.
Por su profesión de cirujano en una de las unidades más duras del hospital, sabe de primera mano del sufrimiento y de la muerte, y los afronta con una hermosa mezcla de realismo y ternura y dureza y valor.
Hace lo que tiene que hacer: amputa, desuella, remienda, corta y pega fríamente, porque eso es lo que el enfermo necesita, y porque ni toda la empatía y la compasión del mundo pueden evitar que lo que es, sea.
Pero también comprende y es cercano y auténtico, y sus pacientes lo perciben y confían en él.
Hablábamos el otro día, en uno de esos paréntesis de tiempo que se producen en una Unidad que a veces está llena a rebosar y a veces, afortunadamente, casi vacía, y lo que dijo, refiriéndose a una bella mujer desfigurada sin remedio por las quemaduras, se me ha quedado grabado por la verdad que contenía.
"Yo sé que hay luz. Llevo mucho tiempo en esto y lo sé. La gente tiene que pasar su duelo, pero al final hay luz.
Ella ha dejado para siempre de ser la más guapa de todas. Eso se acabó. Ahora tiene que aprender. Aprender a vivir apoyándose en lo que es, y no en su aspecto como podía hacer antes."
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