Seguramente, Mariano Rajoy se tiene por un hombre honrado, y tal vez, a su manera, lo sea.
También seguramente, aceptó, durante once años, los consabidos sobres con dinero negro. Le gustara o no, era lo que había. Lo que hacían todos, con el archimegadios oscuro Aznar (Ansar, para los amigos americanos) a la cabeza. Lo que uno no podía negarse a hacer bajo pena de defenstre ipso facto.
Todavía también seguramente, fue él quien dio la orden, cuando llegó a presidir su partido, de acabar con esa práctica.
Demasiado poco. Demasiado tarde. Demasiado ayer. Demasiado ningún mañana.
Rajoy, como Rubalcaba, como tantos y tantos otros que llevan décadas en la política, pertenece a un tempo que ya ha dejado de correr.
Un tempo de una especie de despotismo dudosamente ilustrado en el que era posible financiarse con aportes de constructores a cambio de favores. En el que era posible presentar un programa sin ninguna intención de cumplirlo. En el que era posible ser un "demócrata" de fachada y aprovechar las mayorías absolutas para pasarse por el fundamento al Parlamento, a los votantes, y a la ciudadanía en general, porque "aquí mando yo, que sé lo que hay que hacer y lo que es mejor para todos vosotros". Un tempo de sumisión a las cúpulas del Partido, de listas cerradas, de despachos cerrados, de aire cerrado.
Un tempo que acabó.
Que acabó con la globalización, con la vuelta de la juventud al interés por las res pública, con el 15M,
con la gente en las plazas, con un Internet, ese sistema nervioso de la humanidad, que posibilita traer el ágora a cada casa y votar en cinco referendums todos los días, , como la imprenta posibilitó la alfabetización universal y desembocó en los ideales de libertad, igualdad y fraternidad de la Gran Revolución.
Ha llegado un tiempo nuevo.
Ha llegado un tiempo nuevo mientras las élites extractivas de las Matos, las Amy Nosecuántos, los primos, los cuñados, los Urdangarines y los asesores intentan tapar sus vergüenzas con el traje imposible del rey desnudo.
Y han perdido la oportunidad. La oportunidad de hacerse un honorable harakiri (hasta las Cortes franquistas tuvieron la dignidad de un suicidio consentido), realizar congresos peperos y pesoísticos de los de verdad, permitir la llegada de sangre nueva y dejar que gente de esta hora hiciera lo que había, lo que hay, lo que habrá inevitablemente que hacer.
No parece que estén por la labor.
Se hundirán con su barco, con sus sobres, con sus partidos mastodónticos, piramidales, momificados y corrompidos, e intentarán llevarse por delante al país, antes de soltar y marcharse a casa a escribir sus memorias, con la generosidad de los grandes.
Porque no son grandes.
Porque sólo son gentecilla que acepta sobres con sonrojo antes que poner las gónadas sobre la mesa y decir en voz alta que no.
Porque viven en el país de Nunca Jamás, entre registros de la propiedad, bolsos de Vuitton, coches oficiales y sueldos de seis cifras, en medio de un país que se desangra.
Porque no merecen más que la desaparición, el desprecio y el olvido.
Que es lo que van a acabar teniendo.
Sin discriminación de siglas.
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