Mi abuela, Satanás la tenga en su seno, acostumbraba a decir que yo era la más estúpida de sus trece nietos.
Bonita,sí, graciosa, sí, simpática, sí. Pero tonta de nativitate.
No me quedó, pues, más remedio que arrléglármelas con lo que Dios tuvo a bien concederme, y mientras dos de mis hermanos y una prima (léase los listos) consiguieron meterse en la Universidad y acabar convertidos en medioclaseros de adosado de suburbio, y el resto de la tropa, sólo de moderada sesera, malvivir como pudieron por los aledaños del barrio de siempre, yo utilicé mis denostados dones para cazar a un millonario desprevenido en una fiesta a la que me invitó una amiga rica, a raíz de lo cual me convertí en la ufana señora de Tal, vengándome de mis traumas infantiles no apareciendo nunca jamás, amén, por la cochambrosa y atestada casa familiar.
Y en ello estaba, más contenta que una campana, cuando di en leer un anuncio de clones en una revista del salón de belleza.
Los clones, decía, tienen muchísimas utilidades. Pueden, por ejemplo, sustituirnos, convenientemente adiestrados, en todas esas obligaciones desagradables de las que está llena la vida de los ricos, y...
Alto aquí. No necesité leer mas. Porque, si bien yo estaba encantada con los aspectos de mi existencia relacionados con ir de compras, lucir las compras, asistir a fiestas, cócteles y saraos y viajar por el mundo con doce maletas, tres doncellas y el chihuahua, aborrecía de todo corazón los fines de semana en el palacete de mi suegra, las reuniones benéficos, las conferencias culturosas y los obligados actos oficiales a los que mi marido me arrastraba por mor de hacer negocios.
Así que me cloné.
Me cloné y, con un empeño digna de mejor causa, me dediqué a enseñar a mi clon todas sus nuevas obligaciones, empresa en la que, las cosas como son, demostró una sobrada competencia, liberándome, en poco mas de seis meses, de todas las molestias antes aludidas y muchas otras que sería prolijo consignar aquí.
Claro, que hubiera debido sospechar que algo fallaba cuando, más de una vez, la pesqué por la biblioteca del chalet, embebida en la lectura, o cuando me pidió permiso para matricularse en Humanidades en una Universidad virtual.
Pero no le faltaba razón a mi abuela cuando renegaba de mi necedad, así que todo lo pasé por alto, alimenté a quien había de morderme la mano y cerré los ojos ante los evidentes peligros.
Hasta que un día, al volver al hogar una semana antes de lo previsto, después de cansarme de la temporada de esquí en los Alpes, me tropecé al malhadado clon en pleno romance con mi marido, en el mismísimo centro del lecho matrimonial.
El muy canalla quiere casarse con ella.
Dice que ostenta todas mis ventajas (e incluso algunas más) y ninguno de mis inconvenientes.
Y, aunque mi abogado me asegura que le vamos a sacar hasta las entretelas del alma, yo no hago más que pensar en mi difunta abuela, maldita sea su estampa por toda la eternidad.
(Amelia de Sola: Leyendas apócrifas)
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