viernes, 18 de enero de 2013

El sabio de Toledo

El anciano Abraham ben Simón, recordado sea su nombre, había alcanzado, ya desde su madurez, una justa fama de sabiduría, no sólo entre su gente, sino también entre la de las otras dos grandes tradiciones del Libro.
Venerable y humilde, vivía, en su iluminada vejez, en una modesta casa de Toledo, y nunca negaba su atención y su consejo a quienes acudían a él.
Cierto día llegó a su puerta un joven cristiano -dichosos aquellos tiempos en que la forma en la que los hombres buscaban a Dios no interfería en sus relaciones con otros hombres- angustiado y lleno de dolor por una pérdida terrible.
Tenía una pregunta que hacer al sabio entre los sabios, y cuando éste lo vio, su corazón se llenó de compasión y se abrió para acoger el sufrimiento que traía.
-Dime, hijo mío.
-Padre, tanto tu fe como la mía nos hablan de un Dios misericordioso, pleno de cuidado y afecto por sus criaturas.
Pero la muerte se ha llevado a quien yo más amaba, y mi alma no encuentra reposo, preguntándose por qué el Todopoderoso, Señor de los mundos, aflige a sus hijos con una muerte inexorable, sean éstos jóvenes o viejos, creyentes o infieles, justos o culpables.
Meditó por un momento el anciano, preguntándose si la madurez del muchacho alcanzaría para aceptar la parte de verdad que deseaba revelarle.
-Tú imaginas, hijo mío, un Dios grande y ajeno, allá en su trono distante, dictando leyes terribles que a todos alcanzan, e insensible al espanto que ellas, en su rigor, provocan en los hombres. Y te resulta difícil compaginar esa imagen con la del dulce y amoroso Padre en cuya calidez desearías reposar.
Pero has de saber que esos dos aspectos del Uno no son más que dos facetas insignificantes de la gema inimaginable en la están escritos todos Sus nombres.
Y existe también un Dios que vive en sus criaturas. Que nos es y nos vive, y necesita nuestro ser y nuestra vida para conocerse en su limitación y su miedo, y para atreverse a atravesarlos.
Existe, hijo mío, un Dios que necesita nuestra muerte para aprender a morir. Para internarse en la duda y la ignorancia, y, abandonando la certeza del Ser, saltar, con los ojos y la conciencia abiertos, en el abismo del no ser, sin ningún conocimiento de lo que su fondo contiene.
Quedó pensativo el joven, aquilatando las palabras del maestro. Y, cuando hubo comprendido lo que de ellas podía comprender, tornó a preguntar:
-Padre, ¿encuentra finalmente ese Dios que a través de nosotros vive y muere, su ser intacto y victorioso en el fondo del abismo del que hablas?
Se nubló de tristeza la mirada del anciano ante la pregunta del muchacho, pero su voz estaba llena de ternura cuando respondió quedamente:
-Eso, hijo mío, nadie, ni aún ese mismo Dios, lo sabe ni lo sabrá nunca.

(Amelia de Sola: Leyendas apócrifas)

2 comentarios:

  1. Por más que me lo justifiquen, el dolor y la muerte no me casan con la idea de dios bondadoso.
    Y si, ¿quien sabe si el viejo de Toledo tiene razón?

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  2. ¿Quién sabe?
    Tal vez la tenga...

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