jueves, 17 de enero de 2013

La muerte de Pascual Arnedo

La última noche que Pascual Arnedo pasó en este mundo había huelga en el transporte público -un asunto de desacuerdo entre sindicatos y empresa por cuestiones salariales- y llegó a casa más tarde que de costumbre. Recogió el correo del buzón -cartas de bancos, un aviso de multa por aparcamiento indebido y la publicidad del chino de la esquina, que anunciaba una oferta de comidas a domicilio-, subió las escaleras -vivía en un segundo, y estaba intentando hacer algo más de ejercicio-, abrió la puerta del apartamento, tiró el abrigo sobre un sillón y encendió el televisor.
Mientras se preparaba la cena -sopa de sobre, tortilla francesa y unos calamares recalentados que habían sobrado del día anterior- escuchó distraídamente las noticias. Al Quaeda había vuelto a atentar en algún mercado iraquí, habían dado otra vuelta de afeitado al sueldo de los funcionarios (que se jodan, esos fulanos inútiles) y dos o tres políticos más estrenaban imputación por la cosa del latrocinio. Nada fuera de lo normal. Colocó las viandas en una bandeja algo pringosa, abrió una lata de cerveza sin alcohol -tenía un poco delicado el hígado- y se sentó en el sofá, a disfrutar de la cena, informarse sobre el tiempo -pronóstico de lluvia para el fin de semana, como si no pudiera llover los lunes- y ver, por enésima vez, una reposición de La Guerra de las Galaxias que daban por la Primera. No era guapa, la princesa Leia, pero a Pascual no le hubiera importado estar en el lugar de Han Solo y tener permiso para deshacerle los rodetes a la moza.
Como ya sabía el final, dio varias cabezadas durante la peli, y cuando se despertó, sobresaltado por la música de los créditos, miró el reloj, maldijo al darse cuenta de la hora que era, y de lo poco -creía él- que iba a poder dormir, y, sin molestarse en recoger los platos, tiró para el baño, se lavó los dientes -era hombre aseado para su persona-, orinó copiosamente -la cerveza, claro está, por poco alcohol que tuviera-, se puso el pijama y se metió en la cama desordenada -únicamente la hacía como es debido cuando cambiaba las sábanas, que venía a ser cada dos o tres semanas-. Puso el despertador, apagó la luz de la mesilla de noche y se durmió de inmediato.
Y es que no tenía ni idea de que iba a morirse.

(Amelia de Sola: Leyendas apócrifas)

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