Treinta años asistiendo, un día sí y otro también, al satsang vespertino del Maestro.
Treinta años de dos horas de meditación matutina, dos horas de meditación nocturna y una a mediodía, sin contar los retiros silenciosos mensuales, el más silencioso aún de tres años completos y las variadas peregrinaciones mendicantes a monasterios diversos.
Nada de nada.
Nada de nada y más nada, oye, ni un modesto kensho que llevarme a la boca, y no sé si sería mi paranoia, aún no totalmente purificada pese a mis denodados esfuerzos, pero me parecía ver, en los ojos del Venerable (cuando se dignaba mirarme), un cierto matiz de compasión no exenta de desprecio, que se acrecentaba con el tiempo.
Entonces llegó el joven Nitiru.
Humilde, modesto, bien dispuesto, le bastaron seis breves meses de intensa dedicación para gozar de intuiciones elevadísimas, experiencias transfiguradoras y satoris sin cuento.
El Maestro procuraba que no se le notara, pero se le caía la baba con el nuevo, y a mí se me llevaban los kami sin poderlo evitar, de pura injusticia palmaria que era todo lo que estaba sucediendo.
Pero resistí.
Pasaron tres escasísimos años, y Nitiru, al borde, a decir de todo el mundo, de la más alta iluminación, fue convocado finalmente a la ceremonia en la que el Maestro iba a transferirle no sé qué secreto o iniciación, a partir de lo cual se aceleraría enormemente su proceso interior, al extremo de permitirle llegar de inmediato, con toda probabilidad, al final del Camino sin camino.
Yo, en mi indignidad, fui requerido para oficiar de ayudante en el trascendental evento, cuya minuciosa preparación se me encargó, tarea a la que me entregué con toda mi atención, apenas desviada, en algunos momentos, por la reflexión sobre el koan en el que llevaba trabajando un par de lustros.
Llegó el día señalado.
Se congregaron muchos sabios y ascetas venidos de muy lejos, cada uno con varios discípulos aventajados de séquito, para apoyar la indubitable elevación del nuevo iluminando.
El Maestro, en kimono de ceremonia, ocupó el lugar central, a sus flancos dos eminencias del asunto, detrás la estatua benevolente del Buda meditante, y yo arrodillado en incómoda postura a sus pies, dispuesto a asistirle en lo que fuera menester.
Se aproximó Nitiru, de austera túnica blanca.
Extendió las manos el Maestro.
Y ocurrió.
Juro por la escudilla del Sakyamuni que no era mi intención, pero de pronto, sin saber cómo, me vi de pie, todas las venas de la frente a punto del reventón, propinándole al desgraciado Nitiru una impecable patada en la quijada (nuestro entrenamiento incluía la práctica de las artes marciales) que lo dejó fuera de combate ipso facto, y gritándole a voz en cuello al Maestro el mal del que se tenía que morir.
Tras escupir a los pies de la estupefacta concurrencia, salí del recinto, rodeado por el silencio más espeso que he percibido (o no percibido) en todas mis vidas de postulante.
Y, traspasando el umbral de la puerta, en un instante sin instante, sobrevino la Comprensión.
(Amelia de Sola: Leyendas apócrifas)
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