Miro mis manos. La suave seda arrugada de los dorsos. Las palmas, en las que confluyen infinitos caminos.
Mis manos sienten la llamada del aire. Se mueven hacia el aire y lo tocan, lo desean, lo acarician lenta, profunda, ciegamente.
Y en el silencio y la caricia, mis manos y el aire se confunden. Se abren en una unión sagrada, se derraman por las llanuras del cuerpo, de todo el cuerpo convertido en ola.
Y nada más.
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