Cuando mi madre se pone enferma -siempre lo está, pero hay días en que nuevas enfermedades se suman al conjunto- me toma un clima de fastidio, amor, ternura, miedo y culpa (no necesariamente en este orden).
Cojo la mano de esa anciana fragilísima, contengo su temblor apretándola y me la quedo mirando, sin saber bien qué hacer -suelo haber hecho antes todo lo que se me ha ocurrido-, con la sensación impotente de ser la peor hija del mundo.
Miro ese cuerpo de papel de seda arrugado, cada vez más pequeño, y me digo que mi carne ha salido de ahí, que es, en realidad, la misma carne, contenida en una piel que es también la misma, y me pregunto cómo algo tan lo mismo puede ser tan otro, tan ajeno y distante, sin que haya amor, ni cuidado, ni piedad, capaces de atravesar la barrera de lo que una vez se separó de forma irrevocable.
Cuando mi madre se pone enferma soy todo lo madre que puedo, pero no hay mucho más que pueda ser.
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