En mi (escasa) experiencia, los señores notarios se parecen muchísimo unos a otros.
Debe haber un ser notarial que imprime carácter, un espíritu ente solemne y ridículo que toma posesión del ente notariando apenas recibe la boleta del aprobado oposicional, y que inmediatamente opera una metamorfosis parecida a la del hombre lobo en luna llena, pero en notario, es decir, en calva y traje estilo Emidio Tucci y despacho de contrachapado brillante, lleno de libros gordos encuadernados en plástico imitación piel.
Leen con voz campanuda, los notarios, textos incomprensibles, llenos de fórmulas dudosas especialmente diseñadas para que nadie se entere, y luego te pasan un bolígrafo -siempre negro y dorado- para que firmes, sumida en el temor de Dios, un infolio que no se sabe si es la cesión de todos tus bienes al Gobierno, la renuncia a tus menguantes derechos de ciudadanía, la conformidad con tu condena a galeras, o la compra-venta de un modesto garaje, que era, en realidad, a lo que ibas.
Gente de particular naturaleza, los notarios, a los que resulta difícil imaginar en pijama, o en la playa, con el meyba calzado, marcando paquete, o en la paella de los domingos, rodeados de niños berreantes en el jardín de la segunda residencia.
Y es que, sospecho, fuera de la notaría -de habitual, en el primer piso de un edificio del centro, antiguo y noble-, tienden a desvanecerse y perder enjundia, como esos sueños complicados de los que al despertar, sólo recuerdas un juicio altisonante y una sensación de pequeñez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario