Caminando por un pasillo del hospital, en la rutina de una mañana como cualquier otra, se hizo consciente, de golpe, de la intensísima atmósfera emocional en la que se desarrollaba su labor. Se había acostumbrado a los torbellinos, las tempestades y las calmas profundas de la vida, la pérdida, la muerte y el renacimiento. Se había acostumbrado, como esos peces abisales que habitan la infinita densidad de las profundidades.
En silencio, se reconoció como una criatura de la intensidad, y, pese a todo lo que de agotador tenía para ella la maquinaria ciega del hospital, agradeció en su corazón el azar o el destino que la había llevado allí donde estaba. A ese centro de cruda, tierna, hermosa, terrible humanidad.
(de Historias del hospital)
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