Verdad y mentira en tiempos del PP
Un país que desprecia la verdad está condenado a la decadencia. Quien esto sostiene es Harry G. Frankfurt, profesor de Filosofía de la Universidad de Princeton, en un pequeño libro, Sobre la verdad, editado en 2007 en España por Paidós, tan conciso como certero e inquietante. Las reflexiones que desgrana el autor son plenamente aplicables a lo que ocurre ahora mismo en España y nos advierte de las consecuencias de instalarse en la negación y la mentira como estrategia de supervivencia política. Volver sobre esas reflexiones permite encuadrar la naturaleza de unas actitudes y un discurso público que están sumiendo a la política española en una espiral de impotencia y desesperanza.
Con el Gobierno tratando de negar la evidencia en un asunto tan grave como el caso Bárcenas; con unos ministros que dicen una cosa y hacen la contraria, pensando que a base de repetir que la realidad es de una determinada manera, la ciudadanía acabará creyendo que es como ellos dicen; con unos dirigentes políticos que acusan al adversario de lo que ellos practican con el mayor descaro y el permanente recurso al poder enmascarador de los eufemismos para encubrir el mayor retroceso social de la democracia, la cuestión de la verdad se ha convertido en el problema central de la crisis política e institucional que vive España.
Estamos asistiendo al más fenomenal intento de manipulación observado desde los atentados del 11M, con los mismos protagonistas y el mismo propósito: engañar a la ciudadanía para defenderse o para obtener ventajas políticas. Cuando el portavoz parlamentario del PP Alfonso Alonso se defiende del fuego abrasador de la nueva estrategia de Bárcenas acusando a los partidos de la oposición de “apadrinar” y de “ser rehén de un delincuente”, ¿no es eso lo que está haciendo? ¿Y no es eso lo que hace María Dolores de Cospedal cuando intenta presentar al PP como víctima de un desaprensivo, como si ese desaprensivo no tuviera nada que ver con la dirección de su partido?
En este tipo de estrategias no siempre es preciso llegar a la mentira, aunque si hay que mentir, se miente. Basta con deformar la realidad. Y eso se puede hacer tanto desde la tribuna política, como desde la mediática, y también desde la academia y hasta desde las comisiones de expertos. La cuestión es crear sinergias comunicativas que permitan asentar la manipulación. Ya en su obra “On bullshit. Sobre la manipulación de la verdad”, Frankfurt advertía de que los manipuladores, “aunque se presentan como personas que simplemente se limitan a transmitir información, en realidad se dedican a una cosa muy distinta. Más bien y fundamentalmente son impostores y farsantes que cuando hablan, solo pretenden manipular las opiniones y las actitudes de las personas que les escuchan. Su máxima preocupación es que lo que dicen logre el objetivo de manipular a la audiencia. Por eso, el hecho de que lo que digan sea verdadero o falso les resulta más bien indiferente”.
El desprecio por la verdad es la característica principal de este tipo de estrategia. Para Frankfurt, la deformación intencionada “es una amenaza aún más insidiosa que la mentira”, porque es más difícil de descubrir y, en consecuencia, de combatir. Con frecuencia se disfraza de controversia, de contraste de pareceres. Un mentiroso resulta mucho más vulnerable, especialmente en tiempos en los que las redes sociales permiten ejercer un control más rápido y un escrutinio permanente de los datos que se utilizan. Pero un manipulador, el que altera la verdad deformándola, queda protegido por una falacia que se ha extendido al mismo tiempo que se extendían los postulados del neoliberalismo económico: aquella según la cual la verdad no existe, que hay tantas verdades como miradas sobre la realidad. Así es como Bárcenas puede ser presentado un día como víctima de una conspiración contra el partido, y al siguiente, como un conspirador contra ese mismo partido.
Con este planteamiento, cualquiera puede esgrimir su verdad y se impondrá aquella que más potencia de fuego comunicacional consiga. Pero, ¿es posible que una sociedad prospere con un sistema que permite tal grado de deformación? ¿Es posible tomar decisiones políticas en este clima de corrupción del discurso público? La cuestión de la verdad está relacionada con la honestidad. Para Henry G. Frankfurt , “los grados más elevados de civilización dependen, en mayor medida si cabe, de un respeto consciente por la importancia de la honestidad y la claridad a la hora de explicar los hechos”.
Hace tiempo que esa consciencia se está perdiendo de forma alarmante entre las élites políticas. Hace tiempo que los aparatos de los grandes partidos políticos se han entregado a la construcción de un relato que le garantice el acceso y permanencia en el poder mediante estratagemas de manipulación y mercadotecnia. En los equipos de los candidatos sobran asesores de comunicación, al estilo de los que tan certeramente retrata la película “Los idus de marzo”, de George Clooney, con pocos escrúpulos y mucha obsersión por la demoscopia, y faltan filósofos, especialistas en ética. El problema es que ya parece que nadie les echa en falta. Lamentablemente, como dice Frankfurt, “vivimos una época en la cual, por extraño que parezca, muchos individuos bastante cultivados consideran que la verdad no merece ningún respeto especial”. Así nos va.
Cuando Georges Clemenceau fue preguntado sobre qué creía que dirían en el futuro los historiadores de la Primera Guerra Mundial, respondió: “Desde luego no dirán que Bélgica invadió Alemania”. Pues bien, escuchando ciertas explicaciones sobre el caso Bárcenas, da la impresión de que alguien pretende hacernos creer que Bélgica invadió a Alemania. "Una sociedad que de forma imprudente y obstinada se muestra negligente ante la defensa de la verdad", o consiente “la gastada y narcisista pretensión de que ser fiel a los hechos es menos importante que ser fiel a uno mismo”, está abocada a la decadencia. (...) Las civilizaciones nunca han podido prosperar ni podrán hacerlo sin cantidades ingentes de información fiable sobre los hechos”, nos dice el profesor de Princeton. Eso es así siempre, y todavía más en la sociedad compleja y crecientemente acelerada en la que vivimos, dominada, como dice Daniel Innerarity, por la cultura de la urgencia, en que el ciudadano ha de tomar más decisiones que nunca y hacerlo rápido.
Afortunadamente, como decía Spinoza y repite Frankfurt, el amor por la verdad es una cuestión de supervivencia. Las personas no pueden dejar de buscar la verdad porque les resulta indispensable para seguir vivos. Lo mismo le ocurre, en un sentido más extenso, a la sociedad como conjunto de individuos. La ciudadanía solo puede actuar con seguridad si sabe que a la hora de decidir entre diferentes opciones dispondrá de información relevante y cierta. Difícilmente se pueden tomar buenas decisiones con mala información, o con información tergiversada. Por eso, no es difícil imaginar que, como ya ocurrió con el 11M, la ciudadanía percibirá que el desprecio por la verdad que exhibe el PP es una amenaza que la democracia española no se puede permitir. Por una cuestión de supervivencia.
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