La fiesta dice de lo sagrado y lo terrible.
La fiesta, toda fiesta, abre un recinto de tiempo sagrado - y terrible- en medio de la corriente incolora del común del tiempo.
Y las gentes, conscientes de ello o no, entran en un estado diferente, vuelta la mirada interior hacia un espacio muy profundo, donde habita, y despierta, el animal antiguo de la fiesta.
Hay fiesta en la tierra donde vivo. Hay una fiesta larga, de fuego y luz y pólvora y color, porque esta es una tierra extravertida, sin rastro, en sus adentros, de la oscura certeza de la tragedia del vivir que alienta en el alma de mi lugar de nacimiento.
Aquì, la fiesta se desborda, día tras dìa, por la irreverencia de unos monumentos que, en su efímera y cruda magnificencia, se rìen sin piedad de las miserias humanas, y celebran a gritos el placer, la comida y la lascivia, en un burlesco carpe diem no exento de cinismo.
Desborda en la riqueza y el brillo de los vestidos, en las flores de fuego que se abren en los cielos de noche, y en las flores de fuego que se abrirán en la tierra en la noche de las noches, llevándoselo todo.
Desborda en ruido y en olor a pólvora.
Y es que, de los muchos elementos que dan materia y forma a esta particular encarnación de la fiesta eterna, ninguno, a mi sentir, tan bárbaro, tan bello, tan cargado de vida, como esa violentisima inmersión en el país del puro ruido que es la mascletá.
La mascletá es un ritual extrañamente religioso que ofician los hombres de la pólvora ante una muchedumbre extática reunida en una plaza, en torno a miles de petardos preparados para ir estallando en un crescendo indescriptible. Nada que ver, excepto el humo que va cubriendo el cielo.
Se trata de dejarse sumergir en un océano de truenos que convierte el espacio, el cuerpo, la tierra, la materia toda, en pura vibración, Se trata de abrirse a la demanda del sonido que quiere penetrante, que te penetra en tromba, que golpea y golpea tu corazón y tus vísceras hasta que se llega y se instala en el centro y desde el centro sigue golpeando.
Y sube, y sube en una intensidad insoportable que consigue que te hagas transparente a eso que estalla, que te lleva consigo hasta que estallas y te disuelves en pólvora y en humo y en cielo claro de las dos de la tarde.
Y, cuando ya no queda nada por abrirse hasta el fondo, todo se para en seco, y los adoradores del sonido salen lentamente del trance, aplauden para el cielo y el sonido y la fiesta y se marchan caminando por las calles que irradian desde el onfalos de la plaza.
Y nada más.
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